Rupac
—les dije—, me voy a caminar este fin de semana; subimos el sábado, acampamos y
regresamos el domingo. Nadie dijo nada, ninguno podía, esa vez como muchas
otras iría solo a buscar un poco de tranquilidad.
Había
querido ir en incontables ocasiones a Rupac, sabía que en la sierra huaralina
se encontraban unas muy bien conservadas construcciones a base de piedra, así
que aquella vez no me quedaría con las ganas. La semana no había comenzado
bien, no salía a entrenar desde la última carrera (Lima 42K). El martes por la
noche casi no dormí y amanecí con una fiebre que me acompañó todo el miércoles.
El jueves ya convaleciente aunque todavía con escalofríos decidí inscribirme en
la lista de mochileros que harían esta ruta hacia la ciudad de fuego. El
viernes fui a por algunas cosas que me faltaban y de nuevo en la madrugada una
leve fiebre quiso arruinar los planes trekkeros
del fin de semana, aun así el sábado me levanté muy temprano, me alisté, cogí
la mochila ya preparada la noche anterior y salí a darle con todo así me
temblaran las piernas y me rechinaran los dientes.
Llegué
al terminal de buses en Acho a la hora pactada y sólo encontré algunos
muchachos. No conocía a nadie pero no importaba, de alguna u otra manera en el
camino haría un poco de compañerismo, en ese momento todo lo que me interesaba
era estar bien para cuando empezáramos la caminata. Los mochileros iban
llegando de a pocos, en parejas, otros solos y otros más en grupos. Cada vez
llegaban más, el grupo se hacía grande y el conglomerado de mochilas en el
pequeño pasillo del terminal se hacía notar. Unos conversaban amenamente, la
comidilla de aquella mañana era el partido de fútbol de la selección. ¿Viste el
partido? Se preguntaban entre sí. Claro que lo vi, estaba con los nervios al
tope hasta que terminó por fin; contestaba uno. Bravazo, toda la gente gritó
cuando Pizarro metió el gol; respondía otro. Todos felices por qué la selección
de fútbol había triunfado y yo de un lado observándolo todo, ajeno a toda
aquella situación. En un momento comencé a impacientarme por la demora en la
partida y ahí no más nos avisaron que en el próximo bus partiríamos por fin
hacia Huaral.
El
viaje duró poco más de dos horas y nos tocaba tomar otro pequeño bus que nos
llevaría hasta San Salvador de Pampas. Salimos con las mochilas puestas,
caminando por las calles de aquella ciudad que no recordaba. Había estado en
Huaral pero había tardado demasiado tiempo en volver y me parecía diferente. En
el trayecto algunos aprovechamos en coger algo de provisiones, fruta y agua, lo
básico para las más de tres horas de viaje que nos esperaban para llegar a la
base desde donde iniciaríamos a caminar como se debía. Llegamos al lugar donde
nos esperaban dos combis e inmediatamente ocupamos los asientos, ansiosos como
estábamos por estar ya en Rupac.
Llamarada
Roja es el significado de Rupac –unos de los asentamientos de los Atavillos– y
hace referencia al color del estucado que revestían las paredes de las
construcciones. Con el paso del tiempo –más de 900 años– estos revestimientos
se fueron perdiendo hasta quedar en la actualidad la piedra expuesta en casi
todas las edificaciones. Eso era lo que quería comprobar, ver la magnificencia
de aquellas construcciones. ¿Acaso era cierto que era todo de piedra? ¿Acaso
era cierto eso del ‘Machu Picchu’ limeño, por la calidad de edificaciones que
denotaba? Para encontrar respuestas a estas y otras preguntas había llegado
hasta allí, y estaba a punto de empezar una nueva aventura.
Seguíamos
avanzando y ya nos vimos saliendo del trazado de la ciudad, la autopista se
abría paso entre chacras y grandes extensiones de sembríos frutales. De un lado
maíz, del otro mandarinas. Más adelante árboles de durazno, de manzana, de
palta, de lima, de naranja, y uno que otro pedazo de tierra con sembríos de
ajíes y camotes. El valle del río Chancay en todo su esplendor hacía rememorar
que alguna vez el valle del Rímac –hoy prácticamente extinto en su parte baja–
lucía así. Un kilómetro más de avance y el valle iba desapareciendo para dar
paso a una reducida franja de verdor, típico de las cuencas de los ríos que
desembocan en el pacífico. Casi dos horas nos tomó llegar al desvío, un arco
anunciaba y daba la bienvenida a los visitantes, justo ahí empezaba la trocha y
la subida que parecía inacabable.
Atrás
habían quedado los frutales y el verdor, el entorno era un homenaje al viejo
oeste, tierra de nadie, un desierto agreste donde las lagartijas se alimentan
de polvo. Cactus por aquí y por allá, la subida serpenteante daba paso ahora a
una extensa meseta cada vez más seca y polvorienta. A esa hora ya el sol quemaba
al máximo y dentro de ese pequeño transporte –traído en los años 90’– parecía
que nos moriríamos asfixiados. Algunos estaban completamente desmayados, los
que iban a lado de las ventanas iban respirando polvo y otros –como yo–
luchaban por no perder el conocimiento. Y el trayecto se hizo infinito, al
fondo se veía un serpenteante camino en uno de los cerros, que era precisamente
por donde teníamos que pasar. Así nos encontrábamos subiendo otra vez y el
calor no cesaba, hasta que al fin se pudo divisar a lo lejos algunas casas.
Pero todavía faltaba, un pequeño tramo nos separaba de la primera parada y la
gente comenzaba a resucitar. ¿Ya llegamos? Preguntaban algunas chicas. Ya casi,
respondía mientras me acomodaba en una posición ideal para desadormecer las
piernas.
Llegamos
a La Florida casi a las dos de la tarde y ahí nos detuvimos. Bajamos a estirar
las piernas y muchos aprovecharon a vaciar la vejiga. El pueblo lucía desierto,
no había personas transitando por el lugar y las tiendas –las pocas que
existían– estaban cerradas. Algunos aprovechaban y buscaban algo que comer. Una
chica, a la que había visto en el terminal de buses muy extrovertida, subía al
techo de una de las combis –donde yacían las mochilas empolvadas– y rebuscaba
entre sus pertenencias. Otros sólo se sentaron a la sombra a descansar y
conversar un poco. Los guías se encargaban de que todos los mochileros se
apuntaran en una lista y abonaran la suma simbólica de cinco soles, que era la
tarifa para ingresar y hacer la ruta.
Así en
medio de tanto barullo apareció una señora anciana. Yo estaba sentado frente a
la pequeña plaza donde nos habíamos estacionado y la vi llegar a paso lento
apoyándose con un bastón. ¿De dónde
vienen ustedes? ¿Son de Lima o son gringos? –preguntó. Venimos de Lima,
respondí, vamos a subir a Rupac. ¿Así?
Rupac, todos vienen aquí y se van a las ruinas –dijo y se sentó a mi lado. Mire allá al frente, me dijo, donde está esa peña allí tienen que llegar.
Miré a donde había señalado, en lo más alto de la colina se veía una saliente y
se lograba divisar algunos puntos que supuse sería la Ciudad de Fuego. La
agradable señora se quedó conversando con otros muchachos mientras yo iba a
apuntarme en la lista. Al regreso supe que llevaba 90 años encima y le aquejaba
un fuerte dolor en la espalda. He venido
a la posta y está cerrado, se quejaba, me
ha dicho la enfermera que no hay doctor hasta el lunes y a mí me duele la
espalda, me he caído la semana pasada ya y me duele. Ayayay… me duele mucho
pero estos doctores no me quieren atender, decía y todos los que estábamos
allí con ella nos quedamos atónitos. Aun así ella se sobreponía al dolor y nos
contaba algunas anécdotas. ¿Primera vez
que vienen por aquí? No han visto las flores, esto se pone verde y salen unas
lindas flores amarillas y rojas, decía. Tómame
foto, le increpó de repente a una de las chicas que sacaba su cámara para
inmortalizar el momento. El otro día
vinieron unas gringas y me tomaron una foto, te vamos a traer tu foto me
dijeron y se fueron, después regresaron y me dieron una foto grande así –y con
sus manos indicaba el tamaño–, las
gringas me dicen que cante, yo sé cantar la canción de los indios. Y empezó
a cantar. Yo soy serrana y vivo en la
sierra con mis hermanos. Yo soy serrana hija del sol... y proseguía
cantando en quechua. Algunos se tomaron fotos con ella y luego nos despedimos. Que
se cuide le dijimos y volvimos a tomar nuestro sitio en las combis. Ella se
quedó sentada donde la dejamos y partimos hacia San Salvador de Pampas, cada
vez más cerca de Rupac.
Nos
tomó casi una hora llegar hasta el último pueblo por una trocha pedregosa y más
polvorienta aún. San Salvador de Pampas nos dio la bienvenida con un silencio
sepulcral, con sus casas de adobe fantasmagóricas y sus calles invadidas por
los pastos y rastrojos. De allí en adelante no existía carretera, sólo un
camino de herradura que era el que íbamos a seguir para llegar a lo más alto de
los alcores donde yacían las monumentales construcciones de piedra de los
Atavillos.
Atavillos,
así se hicieron llamar o así se les conocía. Se desarrollaron entre los años
900 y 1400, siendo parte de la expansión del imperio Wari – Tiahuanaco. Se
asentaron en las colinas, en lo más alto de la cuenca del Chancay por encima de
los 3500 metros sobre el nivel del mar; un poco por evitar las enfermedades
típicas del valle como la verruga y la rubeola, otro porque desde lo más alto
tenían el control del valle, de sus sembríos y podían prevenir una posible invasión
de aquella civilización que según información recabada por sus mensajeros venía
arrasando y conquistando el territorio Wari. Y fue de la mano de su gobernante
más audaz que aquella civilización nacida al pie del Huanacaure comenzara a
formar otro imperio que dejaría huella. Fue ante el poderoso Pachacutec que los
Atavillos cayeron rendidos. Corría el 1400 y a partir de aquel desenlace
pasarían a formar parte del imperio incaico, pero sus construcciones fueron un
precedente de los que sería después la gran obra del Inca conquistador.
Nos
dieron las últimas instrucciones y ya todos estábamos listos para iniciar el
ascenso. Mochilas puestas previo embadurnamiento con protector solar, gorras y
lentes con protección UV (sólo algunos o la mayoría, otros como yo no llevaban
lentes), agua y cámaras fotográficas a la mano. Teníamos tres horas para llegar
y armar las carpas así que partimos en fila india por aquel camino estrecho y
resbaloso. El sol ardía en su máximo esplendor a esa hora, haciendo más dura la
caminata. Algunos que partieron adelante iban rezagándose, otros íbamos a paso
firme avanzando y sobrepasando a los rezagados que parados con la lengua hasta
el piso fingían tomarse fotos. Yo caminaba a un paso regular, aún me temblaban
las piernas y me chirriaban los dientes. Por un momento pensé que con toda la
mochila –que pesaba casi veinte kilos– no llegaría y haría el ridículo. Pero
no, tenía que seguir así tuviera que llegar arrastrándome, pensaba y seguía
caminando evitando conversar con otros mochileros a los que sobrepasaba. Miraba
hacia la cima y aquellos puntitos que nos señalara la muy jocosa anciana cada
vez parecían más cercanos. Seguía caminando por aquel sendero que se hacía más
empinado y las paradas para tomarse un respiro se hacían más frecuentes. Me
encontré en una de esas lides con una chica con la que había venido
conversando. También es mi primera vez en Rupac, me había dicho, no sé cómo es
el camino pero creo que si la hago, concluyó. Bueno, tampoco se trata de llegar
rápido, hay que disfrutar del momento y de la naturaleza aunque sea a paso
lento –le dije y no volvimos a hablar más hasta que la encontré toda colorada
por el esfuerzo. ¿Cómo vas? –le pregunté cuando la sobrepasé, ella sólo movió
la cabeza y me señaló con sus manos todo el rededor; entendí lo que me quiso
decir y seguí adelante. Llegamos a una barrera donde el camino se hacía un charco,
del otro lado sendas reses pastaban algunas y bebían lo que podían del lodazal
otras. Tuvimos que trepar con las mochilas en la espalda y luego seguir por el
sendero. El entorno era agradable, los pastizales amarillentos le daban una
vista seca al paisaje; el camino casi árido en su totalidad no hacía más que
ofrecernos polvo que combinado con el típico olor del excremento de los vacunos
se impregnaban en nuestras pieles. Cruzamos un puente de madera, justo en el
intercambio de ladera. Dejamos atrás una pequeña cascada que invitaba a darse
un chapuzón, pero no había tiempo para eso aún, lo más importante era llegar a
la meta y la meta era la ciudad de fuego.
Ya en
el otro lado la sombra de la inmensa montaña caía sobre el camino y este a su
vez se hacía más empinado pero nos tocaba afrontar la cuesta con un poco de
frescura. En una de las tantas curvas me encontré con la muchacha que había
visto sobre la combi hurgando en las mochilas. Ella venía hablando a diestra y
siniestra, llevaba puesto un polo térmico y unos vaqueros, además de unos
lentes para el sol. ¡Joder! Que ya no doy
más, decía justo cuando yo la sobrepasaba. Se sentó sobre una piedra que
yacía a un costado del camino y no paraba de hablar. Me paré unos metros más
arriba junto a otros muchachos y aproveché a darle un sorbo a la bebida
rehidratante que llevaba. Ay, que pesado
está el camino, eh... –siguió hablando con un acento particular que la
hacía encantadora. ¿No habrá algún
caballero que pueda llevar mi mochila? –preguntó de repente. Si pudiera te
ayudaría bonita, pensé y casi le ofrezco mi ayuda, pero llevaba casi veinte
kilos sobre la espalda que no pude siquiera volverlo a pensar. Aquí todos somos iguales –increpó de
repente otro de los que estaba descansando por ahí–, todos estamos en las mismas condiciones, terminó y rió
maliciosamente. La bella muchacha extranjera que limpiaba sus gafas lo miró con
lástima y le respondió algo que no logré escuchar porque ya había emprendido de
nuevo la caminata.
Los pasos
se hacían lentos, la espalda parecía no resistir y las piernas tiesas luchaban
por seguir adelante. El corazón parecía que quería saltar del pecho y la
respiración no ayudaba, aun así seguía avanzando. Por lo menos no estamos muy
atrás, les decía a otros muchachos que avanzaban conmigo. Vamos en la
delantera, dijo uno, no estamos nada mal. ¿Así? –pregunté asombrado– Pensé que
estábamos en el pelotón del medio, concluí y seguí echándole ganas. Llegamos hasta
una bifurcación donde nos encontramos con más vacunos que parados en medio del
sendero miraban amenazantes. Tomen la ruta de arriba, dijo el guía, siempre
hacia arriba, y por ahí seguimos. Ya no falta mucho, decía, serán unos quince
minutos, está es la última subida fuerte, agregó y se quedó descansando con los
otros muchachos mientras yo me separaba de ellos y seguía avanzando. Rupac se
veía cada vez más cerca, me detuve un momento a tomar algunas fotos y descansar
antes de emprender un tramo del camino que se hacía pedregoso y muy empinado
que casi parecía estar subiendo por unas escaleras. Luego vendría una curva, la
última para luego adentrarnos ya en medio de más verdor por un camino más
pausado y llano.
Un
letrero de aquellos que anuncian sitios de interés, nos pregonaba que ya
estábamos llegando, allí encontraría a dos muchachos, los primeros en llegar. Era
uno que se hacía llamar el trekkero
más bravo de todos o al menos eso quería demostrar, la otra una muchacha con
una camiseta de la ‘blanquiroja’
escuchando música rock. ¿Hace cuánto que llegaron? –les pregunté. Hace rato que
estamos aquí, respondió la rockera,
no sabíamos por dónde seguir así que estamos esperando al jefe, concluyó. Tenía
razón, en ese punto había otra bifurcación, uno de los caminos llevaba a
algunas de las construcciones que yacían en un desfiladero y que eran las que
se veían como un pequeño punto desde la plaza de La Florida. El otro sendero que
seguía subiendo llevaba hacia otro conjunto de construcciones, un complejo más grande
y que evidentemente era el asentamiento principal. Ya en ese último tramo
caminábamos sobre la cima de la montaña y el sol nos acompañaba de nuevo, pero
ya caía la tarde y los rayos débiles del venerado Huillca luchaban contra el aire helado que se empezaba a sentir en
el lugar. Ya estábamos en Rupac, al menos fuimos los primeros en llegar y estábamos
encantados de haberlo hecho en un buen tiempo.
Estábamos
allí justo a tiempo para armar las carpas y ver el magnífico atardecer. Los
primeros en llegar tuvimos tiempo para escoger el mejor lugar y armar nuestras
guaridas con calma. Mientras tanto los remanentes iban llegando poco a poco,
uno a uno y celebrando que ya estaban en la cima. Terminaba de armar mi carpa
cuando vi llegar a la muchacha de vaqueros, la que no paraba de hablar. La vi
desorientada tratando de entender las instrucciones del armado de su carpa y
acudí a brindarle una ayuda. Armamos juntos su pequeña carpa, me dijo que se la
habían regalado y supe que era su primera vez que pasaría la noche en una
tienda de campaña bajo un cielo maravillosamente estrellado. La aseguramos para
que el viento –que a esa hora ya golpeaba fuerte– no se la termine llevando,
luego la dejé cuando recordé el atardecer y la increíble puesta de sol que allí
se podía disfrutar. Pasé por medio de las construcciones, había rastrojos por
todos lados y piedras sobresalientes que no hacían fácil el andar. Al fin
llegué al límite y faltaba poco para que el sol desaparezca, así que no había
tiempo que perder. En el lugar sólo estaban unos cuantos que inmortalizaban el
momento, sólo algunos tuvimos tiempo para hacerlo, otros se quedarían con las
ganas y muchos otros ni se enteraron que podían disfrutar desde allí una
hermosa puesta de sol.
Regresamos
a la base del campamento y ya casi todos habían arribado y armado sus carpas.
Algunos juntaban piedras, otros buscaban palos, pajas y todo lo que pudiera
arder para preparar la fogata. Se juntaron dos grupos y hubo una especie de
pique, a ver quién lograba el fuego primero. Una pequeña chica, con la que
regresé de ver la puesta de sol y que había sido la única que logró la mejor
toma allí, me dijo que prendiéramos la fogata; así que buscamos papel y pajas
secas y en un instante ya teníamos nuestro inmenso fuego mientras el otro grupo
luchaba por encender el suyo. Allí nos contagiamos del calor de la fogata y
conversábamos amenamente, algunos trajeron salchichas, marshmallow’s y todo cuanto se pudiera calentar al fuego. Comieron
sus guarniciones otros y en un momento ya se despedían y se metían a sus
tiendas. Todo esto mientras el otro grupo seguía sin lograr calentarse. Así fue
que los remanentes de aquel ruedo llevamos con nosotros el fuego y encendimos
la segunda hoguera. Allí pasaríamos un largo rato en una alegra conversa,
algunos se presentaban y al fin podía saber sus nombres. Hubo de todo alrededor
de aquella pira que poco a poco fue muriendo y con ella se terminaba el día, el
primer día de aquella aventura mochilera. Nos despedimos con un Buenas Noches y Buena Suerte, para luego
ir cada uno a su guarida, había sido un gran día pero era sólo el preludio de
lo que estaba por llegar.
Etiquetas: Atavillos, Club de Mochileros, Huaral, Rupac, Trekking
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