¿Choquequirao, Marcahuasi o Palacala? La primera opción significaba cuatro días de caminata y campamento, la segunda dos días de caminata y campamento, la tercera un full-day caminando. Sin duda el trekking a Choquequirao requería mucho más esfuerzo y en una escala trekkera está catalogado con un nivel cuatro. El archiconocido trekk a la meseta de Marcahuasi es de un nivel dos y el ascenso a la catarata Palacala es una ruta de nivel uno ideal para un día de fin de semana. En fin, para el feriado largo de fines de marzo aparecían estas opciones, todas muy atractivas y además ninguna que todavía conociera. La primera que descarté fue Choquequirao, ya que significaba más inversión y ya no tenía el tiempo suficiente para preparar el viaje. Pero quedaba Marcahuasi y a esta si me apunté. Tenía casi todo listo, hice una lista de algunas cosas que me faltaban y justo el día que iba a separar un cupo en la Red de Montañistas aparecen las chicas de siempre preguntando: ¿Y tú que planes? –Yo nada y ¿tú?- responde una. -¿Yo? No sé, creo que la pasaré en mi casa- responde otra. -¿En tu casa? Hay que desgracia- agrega alguien por ahí. -¿No viajan?- pregunto. –No creo, aunque podríamos planear una salida- propone una. –Siiiiii… yo quiero- responde una de las chicas muy entusiasmada. –Yo me voy a Marcahuasi, –respondo- dos días no más, caminata y ‘campa’. Si alguien se anima pasa la voz. –termino y nadie responde.
Pasaban los días y yo seguía preparando la salida a Marcahuasi. Ninguna de las chicas volvió a hacer querella en la red social y asumí que cada una tenía ‘planes’ para esos días. Cada vez faltaba menos, yo seguía corriendo por las mañanas, tratando de escribir la historia prometida y trabajando en proyectos olvidados. Cuando todo parecía andar de la mejor manera aparece la chica desaparecida lanzando una propuesta aterradora para mis planes.
-   Hola chic@s, ya estoy de nuevo en órbita y además muy enamorada. Estuve de viaje, […] yo tampoco tengo planes para estos días […] que les parece si vamos a la catarata Palacala es muy bonita, no se van arrepentir. ¡Anímense!
-   Yo si me apunto, –responde la más pequeña- quiero salir y respirar aire puro. Yo voy a donde me lleven.
-   Pucha, yo tengo planes para ir a Marcahuasi; –respondo acongojado- pónganse de acuerdo y a ver si les acompaño.
-   Yo pasaré el fin de semana con mi familia en Santa Eulalia, –responde la chica adorable- pero si confirman yo también voy.
-   Ya, -vuelve a la carga la chica enamorada- nos vemos el sábado a las nueve de la mañana en el parque de Chosica. Espero verlos a todos.
-   Siii… yo si voy, -responde la chica dejada atrás por su pretendiente- quiero despejarme y des-estresarme.
-  
¡Joder!, pensaba y veía que mis planes de ir a Marcahuasi se empezaban a derrumbar. No por el hecho que me arruinaban la salida, sino porque de repente aparecía está otra opción así de la nada y a pesar de ser improvisada era muy tentadora. El escenario volvió a cambiar, o era irse a Marcahuasi con un grupo de desconocidos o a Palacala con las amigas de siempre, las chicas que tienen la primera prioridad cuando de ‘salidas’ se trata. Era un dilema pero la decisión estaba tomada desde mucho antes, cancelaría Marcahuasi e iría con ellas a caminar.
La coordinación para esta aventura fue un desastre, la chica que supuestamente actuaba de guía volvió a desaparecer y no apareció hasta unas horas antes del sábado acordado. Nos vemos mañana –apareció diciendo cuando algunos ya habíamos decidido quedarnos en la ciudad. Yo había tenido un viernes jodido y andaba encabronado. Les dije que no iba, que ya tenía algo más que hacer; ahí terminó la conversa y me fui a dormir cuando era ya casi medianoche.
El sábado comenzó muy de mañana, me levanté y ya estaba preparándome para ir de caminata. Enrumbé hacia Chosica y en el camino iba mandando mensajes de texto para confirmar mi llegada. El sol brillaba desde muy temprano y al llegar  a Chosica se hacía más abrasador. Las chicas iban llegando una tras otra y cuando por fin estuvimos listos para partir ya eran casi las diez de la mañana.
Llegamos a San Jerónimo de Surco y nos encontramos con un sinfín de personas haciendo los preparativos para empezar a caminar. Grupos de amigos, familias enteras, parejitas y boys scouts por doquier iban de aquí para allá congestionando las estrechas calles de aquel pequeño lugar. Los comerciantes hacían su agosto vendiendo desde gorras y sombreros hasta bastones de caña para los caminantes. Nosotros terminábamos de prepararnos a un lado de la calle. Nos embarramos de bloqueador solar y previo aprovisionamiento de alimentos y frutas comenzamos la caminata hacia Palacala.


Los primeros pasos fueron suaves, el camino empedrado del comienzo iba cediendo y dando paso a la trocha empolvada y regada de excremento de burros. El sol en ese momento estaba en su máximo esplendor, a medida que avanzábamos por el sendero serpenteado íbamos sintiendo las primeras gotas de sudor correr por nuestras frentes. La chica enamorada llevaba el paso e iba a la cabeza junto a su novio canadiense (o francés o hebreo, en fin…) y a la pequeña chica desesperada por llegar lo más rápido posible a la catarata. Más atrás y a paso lento iba yo junto a la chica adorable que se detenía cada cien metros a descansar e hidratarse, aún no completábamos el kilómetro de caminata y ella ya empezaba a sentir la pegada. Por supuesto yo no podía dejarla atrás y aunque los de adelante nos reprochaban nuestra lentitud nosotros seguíamos caminando y disfrutando de aquel hermoso lugar que cada vez se hacía más verde.
Seguíamos adentrándonos en la montaña, grupos de personas subían junto a nosotros, otros descendían y otros se tiraban a descansar exhaustos al lado del camino. El sendero era cada vez más duro, los escarabajos empujando su bola de excremento ya no se veían más. El sol empezaba a ocultarse entre las nubes negras que amenazaban con descargar su arsenal acuífero. Ahora era la más pequeña la que iba adelante, ella no llevaba más que su bebida rehidratante en la mano a contraste de los demás que llevábamos sendas mochilas cargueras con todo tipo de provisiones. Le seguía la enamoradiza y su novio que no paraba de renegar por el excremento de animales a lo largo del camino. Lo único que no gustarme de este lugar es el ex-cre-men-to de los burros, -decía con su acento gringo- en Canadá es más limpio. –continuaba y seguía caminando a regañadientes. Más atrás la chica adorable ya quería tirar la toalla, estaba colorada de cansancio y se detenía más seguido. La miraba y ella sonreía. ¿Falta mucho? –preguntaba. No hemos llegado ni a la mitad -le decía irónicamente y volvíamos a reír. Creo que no voy a llegar –me decía y seguía rehidratándose. Pero debíamos proseguir y para hacer más liviana la subida tuve que cargar con sus cosas, así que me convertí en arriero por ella y seguimos adelante.
En un momento a la pequeña desesperada la perdimos de vista, se le veía extraña a ella sin un compañero al lado. Acostumbrados a verla con su galán de la mano, ahora estaba sola y desesperada por llegar ahí arriba donde nos esperaba el verdor. Por momentos la veía y le hacía señas a lo lejos, mientras nos deteníamos a recuperar el aliento y tomar un sorbo de agua. Ya en la subida pedregosa parecía que algunos nuevamente tiraban la toalla pero los animábamos a seguir. ¿Cuánto falta? –preguntaba la chica adorable. Ya casi llegamos –respondía optimista. Algunas personas que regresaban de la catarata nos animaban y decían que ya no faltaba nada. Estarán a veinte minutos, decía uno. Ya no les falta nada, pasando ese recodo a quince minutos, no más; decía otro. Gracias por confundirnos y darnos mala información, les respondía y seguíamos caminando. Seguíamos dejando atrás casuchas de adobe y paja, corrales de cabras y chivillos pastando. El olor del lugar era nostálgico para algunos, para otros el olor característico de la sierra con sus senderos plagados de excremento de animales les parecía un chiquero de mala muerte. Para mí era la añoranza de un retiro voluntario que vengo tramando desde hace mucho y que hasta ahora no concreto. Un lugar como aquel alejado de todo contacto con la ciudad, yo sería feliz en un lugar así. De pronto regresábamos al camino y las piernas empezaban a sentir el cansancio. Yo me había adelantado dejando atrás a la parejita y a la chica adorable que venían a paso lento. Subí un largo tramo empinado a paso firme y mirando el suelo. Quería sentir la pegada por lo menos un poquito y así fue. Pasé a muchos que nos habían rebasado y de pronto me encontré con una pequeña meseta ideal para tirarse a recuperar el aliento mientras esperaba a los rezagados. Ahí reunidos discutíamos si seguir o desistir. Descansamos un buen rato y luego proseguimos. Me volví a adelantar y alcancé a la pequeña caminante con la que avancé un buen tramo, luego ella seguiría y yo me quedaría a esperar a la dueña de la mochila que llevaba en la espalda. La chica enamorada había tenido un altercado con su ‘gringo’ que había sentido la pegada y se estaba echando para atrás, así ellos venían mucho más atrás y para que la bella chica de polo morado no se quedara sola tuve que seguir a su ritmo.
El camino ahora volvió a ser plano y de fácil acceso, el verdor se apoderó del entorno y ya se divisaban caídas de agua, pequeñas cascadas que avizoraban que estábamos más cerca del objetivo. El ambiente era húmedo y fresco, el camino por tramos estaba plagado de charcos que emanaban un olor nauseabundo. Los mosquitos empezaban a hacer de las suyas pero seguíamos caminando lento y deteniéndonos en lugares estratégicos para inmortalizar el momento en una fotografía. Enormes troncos en el camino servían de asiento para algunos caminantes exhaustos, ahí nos detuvimos a esperar a la parejita que venía contando los pasos. Yo miraba hacia adelante y trataba de ubicar a la pequeña que una vez más había desaparecido. Ya para ese momento el agua escaseaba, las botellas estaban casi vacías y todavía nos faltaba un último esfuerzo. Yo tenía un cuarto de litro en mi cantimplora y un mosquito nadando en él, la chica adorable que no había parado de tomar agua en toda la subida no tenía más que una botella vacía. Así que una vez más tenía que hacer algo por ella, saqué la bebida rehidratante que llevaba en la mochila y se la entregué, era suficiente para llegar. Cargué de nuevo mi equipaje y me alejé otra vez dejándolos rezagados, sabía que ahora vendrían juntos los tres, así que enfilé mis pasos hacia el último tramo en busca de la pequeña que había logrado divisar a lo lejos.
Todos estábamos exhaustos, magullados y felices. Llegamos al camino serpenteado y de nuevo a la civilización, volvimos a ver el pueblo y lo único que añorábamos era estar ahí y encontrar un bus con asientos libres y tirarse una siesta hasta llegar a Lima.
El regreso a Lima fue otro caso, pero eso tiene poca importancia. Para haber tenido un día como aquel se necesita más que buena voluntad. Se necesita ser más de uno para disfrutar de un viaje o una aventura y yo cuento con grandes y bellas amigas con quienes caminar y pasar un día realmente inolvidable. Sí, esta vez fueron tres chicas, una enamorada, una desesperada y una adorable; a todas las quiero un montón. Si alguna vez nos dejamos de ver, aquí estarán mis historias para recordar los buenos momentos vividos. Cuando quieran más aventuras pásenme la voz no más, que yo siempre estaré ahí disponible. Y es que con ustedes siempre habrá una historia que contar.



El camino culebreado cesó y proseguimos por uno en línea recta, habíamos caminado un buen tramo en subida y desde ahí podíamos ver una panorámica del pueblo; un pequeño y típico pueblo de la serranía limeña con su plaza, su iglesia, sus calles estrechas, sus tejados, su cementerio, la riel del tren, el río y a un lado la carretera, después no había nada más que cerros verduzcos con torres de alta tensión que a la distancia se veían minúsculos. En un momento toda esta visión general no se vería más.





El tiempo transcurría y ya había pasado el mediodía, la feliz caminata proseguía por aquel sendero con flechas de señalización que nos servían de guía. El sol había desaparecido casi por completo y ya nos encontrábamos en medio de sendos sembríos frutales. Se podían apreciar árboles de manzana, membrillo y otros. El silencio era tranquilizador y sólo era interrumpido por el rebuznar de burros a lo lejos, el trineo de algunas avecillas y el murmullo de personas que iban y venían. De pronto llegamos a un punto de inflexión en el camino y comenzamos a descender levemente mientras el sendero se hacía plano y fácil de transitar. Pasamos por una especie de posada donde algunos transeúntes aprovechaban en reaprovisionarse de agua y tomarse un respiro porque lo que adelante se veía era una subida mucho más exigente de la que acabábamos de dejar atrás.









Una catarata de antesala nos recibía haciéndonos pensar que se trataba de la famosa Palacala, pero no, todavía faltaba un tramo. El camino se separaba en dos, uno más angosto que el otro, yo tomé el que se suponía era el correcto pero ambos lo eran. El otro –decían- era un atajo, pero se veía más complicado y al final los dos llevaban el mismo tiempo. Así que llegué hasta una especie de puente, después de sortear charcos y pasar por piedras para no caer en ellos. Ahí me encontraría con la pequeña, a la que había alcanzado, y ahí nos quedamos a esperar a los demás que ya se hacían notar a lo lejos.




El lugar era hermosamente tranquilizante, el sonido de las caídas de agua ocupaba todo el ambiente. El verdor era abrasador, el murmullo de la gente a lo lejos evidenciaba que ya estábamos muy cerca y así era, no faltaba más de cincuenta metros y ahí estaba la majestuosa catarata Palacala, al verla a más de uno se nos fue el cansancio. Habíamos llegado después de casi cuatro horas de caminata y se sentía rico estar allí.


Había llegado el momento del verdadero descanso, buscamos un lugar y nos sentamos entre los pastos húmedos. Nuestro almuerzo reponedor consistió en atún, galletas y chocolate; con el plus de tener una vista espectacular y de fondo un verdor impresionante. El tiempo era el peor enemigo y ya eran casi las cuatro de la tarde, sino emprendíamos el descenso, la noche nos agarraría en mitad del camino y el clima amenazaba con regalarnos una lluviecita. Así que no había tiempo para mucho, un sinfín de fotos para el recuerdo tomadas por el fotógrafo ocasional del momento, el guarda parques de la zona, una persona muy amable y cómplice de nuestras locuras. Pero no podíamos irnos sin bajar a la fuente misma de la catarata, aunque sea para inmortalizar el momento. Yo tampoco quise regresar sin echarme una remojada, así que me despojé del sombrero y probé el agua helada de la catarata.


Fuimos los últimos en dejar el lugar y comprobamos una vez más la ignorancia de algunas personas al ver desperdicios por todos lados. Es algo en lo que todavía se debe trabajar mucho, en la conciencia y el cuidado del medio ambiente. Todavía hay una deuda pendiente por ese lado. Pero nosotros no podíamos hacer demasiado más que comentar lo desagradable que era todo eso y la impotencia y rabia que nos causaba aquella inconciencia. Así y todo comenzamos la retirada, esta vez sí iríamos todos juntos, conversando de lo ameno que había sido la subida, bromeando y contando algunos episodios como el altercado de los burros que casi desbarrancan a dos de las chicas, o la vez que los perros hicieron regresar un largo tramo a la pequeña. Así fue la bajada, pura felicidad.


Hasta cierto tramo todo parecía tranquilo, la lluvia empezaba con un leve rocío, haciéndose luego garúa para terminar con una leve llovizna. De pronto empezaron los resbalones y tropezones, la pequeña que no llevaba zapatillas adecuadas para la ocasión era la que más lo sufría y tuvimos que llevarla cual niña agarrada de los brazos, casi en el aire. Fue todo una aventura el descenso, íbamos como concatenados, si uno tropezaba todos corrían el riesgo de terminar por el suelo. La zona empedrada fue la más cómica, llena de resbalones míos que causaban furor y risas a mis amables compañeras. Si no eran las piedras era el resbaladizo terreno seco, ya para ese momento el sol volvía a brillar en su versión tardía, esplendoroso y poco abrasador. Por momentos nos deteníamos para recuperarnos de las matadas de risa y para tomar una que otra fotografía, luego seguíamos camino abajo. Los tobillos y rodillas eran un desastre, la bajada fue matadora.
Ya eran casi las seis y ya de regreso a la zona plana fue la ocasión para tomarnos la última foto grupal, con el sol brillante de fondo. Ahí nos encontramos con un pinche español que se puso a hablar chorradas. Era un conocido de la pequeña que ahora parecía no tan desesperada y más bien evidenciaba un gran cansancio. 






Caminamos y caminamos hasta llegar de nuevo al lugar de donde partimos. Arribamos casi entrada la noche con las piernas tiesas, las chicas no querían saber más de caminatas. Estamos curadas, decían bromeando. Y sí, había sido la mejor caminata en su vida y el peor cansancio jamás sentido. Quizá no para la chica enamorada que juraba estar ‘entera’, no así su galán que había sentido el poder de un verdadero trekk y se iba con el recuerdo del excremento de burros.