Muchas veces estamos tan cerca de la belleza y no llegamos a distinguirla. Puedes haber pasado casi toda tu vida explorando diferentes lugares en busca de lo realmente impresionante pero no te dabas cuenta que en tu propia casa tenías todo eso y mucho más. Esto es lo que me venía pasando. Hace unos meses que estoy explorando mi jardín y me voy encontrando con bellas y agradables sorpresas. Vivo en Pachacamac casi veinte años y hoy por primera vez –aunque parezca increíble- he visitado las Lomas de Lúcumo.


Llegué a la base de las Lomas pasadas las cuatro de la tarde, una fila de botellas llenas con agua esperaban por los valientes voluntarios que las llevarían hasta lo más alto de los alcores para regar los pequeños árboles de Tara y Molle, sembrados en años anteriores. Dos chicas -a las que recordaba de una salida anterior- me dieron la bienvenida. Todavía estamos esperando a los demás chicos, me dijeron. Está bien, les dije y me senté a esperar. El lugar era acogedor, una especie de ramada con mesas, bancos de madera y algunas butacas de tronco de árbol. Mientras esperábamos noté que había otro grupo de personas, luego sabría que eran pobladores de la zona y además una especie de guías conocedores de las Lomas. Pensé en aprovechar el momento de espera para tomar algunos apuntes del día. Por la mañana había estado por el Centro de Lima, tomaba desayuno e improvisaba algunos fragmentos rimados con motivos reales del momento. Al final lo firmé y se lo dejé a la guapa cajera del restaurante, había escrito algo de ella y creí que valía la pena que lo supiese. Mañana rara, almuerzo en casa y por la tarde allí esperando por… y apareció la primera moto que traía al grupo de muchachos voluntarios que fueron llegando uno tras otro y de pronto se encontraban junto a nosotros preparándose para empezar la subida. Todos cogimos las botellas que podíamos y nos adentramos a las Lomas, las pequeñas plantaciones esperaban por agua y hacia ellas nos dirigíamos.


Los primeros pasos fueron suaves y agradables, pasamos por una especie de establo, había una cantidad considerable de reses, unos cuantos burros esqueléticos y perros que ladraban mientras corrían atarantados hacía nosotros. Pero todo aquello quedaría atrás y delante sólo quedaban senderos que avizoraban lo duro que iba a ser llegar a la cima. Seguíamos avanzando y las primeras lechuzas empezaban a mostrarse. Con su clásico chirrido volaban de aquí para allá, otras sólo observaban sentadas sobre rocas. El camino cada vez se hacía más empinado y yo que cargaba tres botellas en la mochila además de llevar dos más en las manos, empezaba a sentir los  primeros signos de una agitación que me acompañaría a lo largo del recorrido. Los chicos que iban adelante eran los guías, de cuando en cuando hacían paradas para descansar, lo que algunos –sobre todo las damas- aprovechaban para sacarse fotos. En una de las primeras paradas llegamos a ver una pequeña vizcacha que asomaba por la rajadura de una inmensa roca, mimetizada con esta era casi imposible notarla, pero ahí estaba tranquila y expectante.


Ya caía la tarde y los cerros impedían que los rayos solares nos consumieran. Seguimos avanzando por un camino cada vez más angosto; unos conversaban, otros jadeaban, yo prefería el silencio y me adelantaba para escuchar el sonido del lugar. Había poca vegetación, sólo se veía rastros de viejos arbustos y algunas sábilas que se resistían a morir. Aún faltaba mucho y las gotas de sudor eran más gruesas con cada paso. No había de que quejarse, el camino era un disfrute total. Había caracoles por todos lados, al costado del camino, pegados a las rocas, adheridos a las pocas plantas que había en el lugar; parecía una invasión caracolezca. Por momentos la tierra daba paso a senderos empedrados para luego seguir por más caminos empolvados y muy bien señalizados. Algunos carteles anunciaban zonas de descanso de pastores lo que evidenciaba que en algún momento el lugar servía para pastoreo de rumiantes. Otros anunciaban la forma de las rocas, como una que tenía la forma de una cabeza de carnero. A medida que nos acercábamos a la cima la vegetación iba apareciendo pero sólo era un manto verdusco débil.

También el grupo se iba separando, y ya se notaba claramente varios pelotones. Los que íbamos a la cabeza –no éramos más de diez- por momentos nos deteníamos a esperar indicaciones o preguntar por qué camino seguir. En ciertos tramos el sendero se dividía en dos y ninguno de nosotros sabía por dónde seguir. Ya para eso habíamos intercambiado algunas anécdotas y sabíamos que para todos era la primera vez en las Lomas. El grupo con los chicos lugareños venía detrás nuestro y los demás un poco más retrasados. De donde nos encontrábamos alcanzábamos a ver a los más rezagados que parecían unos puntos a lo lejos. De hecho habíamos ascendido casi sin darnos cuenta, conversando y pasándola bien sudando la gota gorda. Yo no sé si las chicas sentían la pegada pero había un par de ellas que animosamente iban adelante, se les veía muy ansiosas por llegar a lo más alto. Quizá sólo llevan una botella de agua, pensé. Pero igual avanzábamos ya por desfiladeros con muchos más arbustos. ¿Hasta dónde vamos a subir?, preguntaba una de las chicas. ¿Por qué reforestan tan arriba?, replicaba otra. Preguntas que no obtuvieron respuesta. De repente un cartel anunciaba ‘Zona de Camping’ y ahí nomás llegamos a una explanada que en efecto era una buena zona para pasar la noche. Nos tomamos un respiro mientras esperábamos instrucciones. Era el momento propicio para hidratarse y sacar fotos del lugar. Desde ahí se lograba ver panorámicamente el valle de Pachacamac, el río Lurín, las zonas agrícolas y todo el camino que habíamos recorrido hasta allí.







Hasta que arribó Jacinto acompañado de Rómulo, un perro muy hábil que se paseaba por las Lomas como si fuera su casa, siempre iba adelante olisqueando y persiguiendo a los ‘orejones’, una especie de ratones que abundan en la zona. Jacinto, era el que había dado un breve discurso antes de comenzar el ascenso y ahí estaba otra vez explicándonos cómo debíamos proceder. Hay dos zonas de árboles –comenzó- uno se encuentra justo en los alrededores de donde nos encontramos, son los árboles más pequeños que se sembraron el año pasado. También hay otra zona en la parte más alta, –continuó- son árboles de la primera reforestación que deben estar más grandes. ¿Y dónde tomamos la foto del atardecer?, interrumpió una de las chicas afanosamente. Ah, eso es allá arriba llegando a la cumbre –respondió Jacinto ante la insistencia de la fotógrafa del ocaso. Ya que estamos aquí podemos ir a la parte más alta, así el otro grupo se encarga de esta zona. Los que desean me acompañan –dijo. Volví a cargar mis cinco botellas y me uní al grupo de avanzada. Me voy con un grupo de diez hacia arriba, –se volteó y se dirigió a los muchachos lugareños- los demás que se queden por aquí. Así seguimos subiendo hasta llegar a zonas donde ya no había un sendero marcado. De aquí en adelante ya no hay camino, vayan con cuidado –dijo Jacinto y se detuvo para enseñarnos uno de los árboles de Tara que había encontrado. Este es uno de los árboles que ha sobrevivido y muy bien –indicó alegre. Se trataba de un arbolito de casi un metro cincuenta de altura. Hay otros que deben estar más pequeños, –prosiguió- los van a reconocer porque están acompañados de unas estacas amarillas con un lazo azul. Sólo un cuarto de botella para las más verdes, a las que evidencian un color amarillento o tienen la parte alta seca les echan un poco más de agua. Busquen por todo este contorno –y señaló la zona por dónde debíamos empezar con la búsqueda. El grupo se dispersó y algunos muy jocosamente competían por encontrar y regar su primer árbol. Las chicas ansiosas por registrar la famosa foto del atardecer no dudaron en arribar a la cumbre y las perdimos de vista. Yo iba registrando algunos de los pequeños arbolitos, unos muy bien conservados, otros luchando por sobrevivir entre rastrojos y muchos otros completamente secos.






Ya había terminado la mitad de mi arsenal acuático y todavía quedaban algunos árboles a los que pudimos descubrir y regar. Junto a Jacinto y Jorman –un futuro ingeniero ambiental muy entusiasta- proseguimos en la búsqueda, hasta terminar con la última reserva de agua que nos quedaba. Rómulo nos acompañaba, de vez en cuando husmeaba y rascaba los rastrojos en busca de algún ratón. Cada vez que encontrábamos un arbolito vivo era todo un suceso, se sentía bien librarlo de las malas hierbas, cavar un pequeño pozo alrededor del pequeño tallo, darles el elemento vital y ayudarlos a sobrevivir, aunque Rómulo actuaba de ‘aguafiestas’ tomándose el agua empozada alrededor de las Taras. Pero la noche empezaba a caer y debíamos emprender el descenso.




Nos íbamos sabiendo que nuestro esfuerzo había valido la pena. Dos de los chicos lugareños nos esperaban para acompañarnos en la bajada. Mientras avanzábamos cuesta abajo intercambiábamos anécdotas. Unos de los más experimentados habló de una especie de ser fantasmagórico al que llaman el ‘Hombre de Negro’, por su vestimenta oscura, que se deja ver parado junto a una roca sobresaliente justo antes de llegar a lo más alto de las Lomas. Es un misterio, –nos decía- algunas personas que terminaron perdidas, dijeron que un hombre les había indicado por dónde proseguir y era el camino errado. ¿Y tú lo has visto?, pregunté. Una vez –respondió. Estaba caminando por unos de los senderos y todo estaba nublado. De pronto delante de mí, a unos diez metros lo vi parado –relató. Me quedé perplejo pero luego desapareció de un momento a otro. Siempre aparece por aquí, así que hay que estar preparado para todo –terminó. Seguíamos bajando por el mismo camino por dónde habíamos subido, pero por momentos había resbalones y trastabillados. Ya las chicas amantes del ocaso nos habían alcanzado y éramos el último grupo en dejar atrás las Lomas.


Ya oscurecía y la bajada se hacía más dificultosa. Rómulo ahora iba adelante, siempre persiguiendo ‘orejones’ y haciendo asustar a las lechuzas que furiosas alzaban vuelo y lanzaban su famoso chirrido: chuic, chuic, chuic… que me traían a la memoria episodios de mi niñez. Recuerdo que les tenía mucho miedo a esos pájaros ‘mal agüeros’, siempre pasaban a la media noche y todos decían que ellos volaban sobre el hombro de un alma en pena. Les llegué a tener tanto temor que cuando los escuchaba gritar a lo lejos corría a esconderme. Hasta que comprendí que se trataba de las lechuzas y que supersticiosamente les habían atribuido la mala fama de ‘mal agüeros’ por ser aves nocturnas. Y ahí en medio de las Lomas los chuic, chuic, chuic… sonaban como un canto de lo más normal y hasta era acogedor.


Así entre resbalones, caídas y con las rodillas adoloridas llegamos a la base de las Lomas. Eran casi las ocho de la noche. El primer grupo ya estaba ahí descansando y acicalándose. Al llegar nos ofrecieron un vaso de gaseosa y galletas, lo cual sirvió para recuperar un poco las energías. Todos estábamos satisfechos, para los que participábamos por primera vez del regadío había sido una aventura. Aunque sudados y maltrechos todos denotaban felicidad. Algunos compartíamos pareceres, otros intercambiaban números telefónicos y perfiles de redes sociales. Una de las chicas a las que reconocí de un evento anterior, me preguntó si yo había estado en una de las salidas a Puerto Viejo. Sí, -le respondí- fue en el 2011. Si pues, mira después de cuánto tiempo –replicó. ¿Cómo te llamas? –me preguntó. Mi nombre es Bond. James Bond… No es cierto que respondí así. Sólo le dije mi nombre y sonrió. Si pues, habían pasado casi dos años y de eso ya mucho, mucho más cabello y muchas otras cosas. Pero estaba de vuelta y esta vez si iba en serio.


La tarde-noche de regadío terminó amenamente con los muchachos muy animosos en regresar para otra jornada de riego en marzo. Jacinto daba el discurso de agradecimiento y despedida, otros daban sus opiniones y todo era felicidad. Al final entre aplausos nos recompensamos por el esfuerzo y compromiso que tenemos con la naturaleza. Es que a todos ahí nos unía el amor que tenemos por la madre tierra. De seguro habrán muchas más jornadas tan placenteras como aquella tarde de domingo en las Lomas de Lúcumo.




Aquí termino y me quedo con una frase de Jacinto: Un árbol sembrado es como un hijo, al cual debemos cuidarlo, ayudarlo a desarrollarse, estar pendiente de él y sentirnos orgullosos cuando crezca. Quizá en el futuro cuando subamos a las Lomas, hasta nos echemos a descansar bajo su sombra. Amén.