RUPAC 2.0

Ay mamacita, por qué han ido pues, el clima está feo ahí. Pobrecitos –decía la señora de la tienda y se lamentaba–, parecen extranjeros ustedes. Cuídense jovencitos, que les vaya bien –concluyó la señora al despedirse poniendo una cara de compasión, otras señoras que estaban en la tienda nos miraron mientras salíamos y también se despidieron. Estábamos de vuelta en Huaral, con las zapatillas empapadas, algunos estrafalariamente vestidos, con lo último de ropa seca que nos quedaba. El fin de semana estaba terminando, otro fin de semana fuera de la ciudad en busca de nuevas aventuras. Habíamos estado en Rupac, la Ciudad de Fuego, aquí la crónica.


Sábado muy temprano, terminal de Z-Buss en Acho, seis personas porteando sus mochilas se embarcan hacia una aventura en la montaña. El viaje hacia Huaral demora alrededor de dos horas y media. Carretera Panamericana Norte, variante de Pasamayo y la vista del Pacífico bajo el cielo gris limeño. Llegan a su destino pero todavía deben subirse a un bus pequeño que los llevará hacia su objetivo, allí en la sierra huaralina. Tres aventureros más se suman en la tierra de la salchicha y juntos se embarcan hacia La Florida. En Huaral todavía sienten el bochorno, aunque no había brillo solar el ambiente era caluroso. Conforme se adentran al valle, el clima va cambiando. Grandes viveros, extensas chacras frutales, tramos de terrenos áridos y continuan avanzando siguiendo el curso del río Chancay. Al tomar el desvío a la altura de un puente en construcción, el clima ya es otro, se empieza a sentir el frío y el cielo dibuja grandes nubes entre azulinas y negras. Un camino serpenteado y angosto se abre paso por las laderas de los cerros húmedos rodeados de cactáceas, es el panorama  del ascenso. El pequeño bus sortea piedras sueltas en la carretera en mal estado, las lluvias son las causantes de deslizamientos y desprendimiento de rocas. De un lado el cerro del otro un abismo que se hace cada vez más profundo a medida que se gana altura. La pregunta de siempre resuena: ¿falta mucho? Nadie lo sabe, ya los vidrios de las ventanas no dejan ver el paisaje, la niebla que se condensa empieza a caer como pequeñas gotas de lluvia y el conductor hace el primer presagio. Puede que el camino de La Florida hacia Pampas (el llamado pueblo fantasma) este en muy malas condiciones, si es así no podremos llegar; informa y algunos se alarman. Pero para comprobarlo todavía les falta un tramo. Por fin llegan a La Florida, el verdor allí es impresionante. El pequeño bus se detiene, todos bajan y sí, está cayendo una leve lluvia. Es mediodía, el almuerzo espera, la travesía está por comenzar.

¿Qué tienen en común Machu Picchu, Choquequirao, Cuelap y Rupac? Todos son parte del rico patrimonio de nuestro pasado. Los tres primeros muy conocidos, son recorridos y visitados por casi todo turista nacional y también el que llega de fuera; el último casi desconocido. A todos se llega caminando, porque son construcciones encima de la montaña. Todas son magníficas construcciones con piedra, que a veces parece imposible imaginarlas tan perfectas. Rupac y en general todos los asentamientos de los Atavillos son construcciones aún más impresionantes. Los Incas empezaron a usar la madera en sus construcciones, generalmente en los techos, y evidentemente muchas de ellas se han ido degradando con el paso del tiempo. Rupac es todo piedra, sí, hasta los techos de sus construcciones son de lajas superpuestas de una manera que hace evidente el conocimiento de técnicas constructivas impresionantes. Emplearon conocimientos de dinámica y estática para construir sus Cullpis con resistencia antisísmica. Algunas de las construcciones de los Atavillos tienen más de 900 años y todavía siguen en pie a pesar del abandono y la falta de puesta en valor. Aquí la diferencia de este asentamiento huaralino, acaso un Machu Picchu limeño o aún más impresionante.



Era mi segunda vez en Rupac, ese camino me recordaba la salida de hace un año, sólo que esta vez todo era humedad y mucho más verdor. Está vez sería una aventura diferente. Ya habíamos almorzado en la casa de una amable pareja que nos atendió maravillosamente y tocaba ver qué tan cierto era lo de llegar caminando hasta Pampas. Nos subimos al pequeño bus ya con una que otra gota de agua encima. Avanzamos lento, el camino hasta cierta parte era accesible, parecía que llegaríamos cuando de pronto empezamos a patinar. Nos bajamos, el bus intentó avanzar sin éxito. ¿Cuánto faltaba? Por lo menos la mitad del camino, dijo el conductor. No había más que hacer, tomamos las mochilas y nos preparamos para la lluvia, la precipitación ya era más fuerte en ese momento. Todos listos con los impermeables, algunos improvisando con plásticos pero todo valía para evitar mojarse. Empezamos a caminar, ya eran casi las tres de la tarde y ese tramo nos llevaría un poco más de una hora. El trayecto a través de la carretera aparentemente no sería complicado pero nos tocó sortear charcos, lodazales y en dos o tres ocasiones tuvimos que bordear la carretera porque una inmensa laguna de agua cubría la totalidad del ancho de esta. Pero llegamos a Pampas y el itinerario que comprendía subir y acampar al pie de las construcciones de piedra se modificó. Decidimos armar el campamento allí, en el pueblo fantasma y a la mañana muy temprano subir hacia Rupac. Seguía lloviendo, la hierba que cubría casi la totalidad de las angostas calles del pueblo almacenaba gran cantidad de agua y las partes barrosas y resbaladizas hacían un poco difícil el desplazamiento. Armar las carpas bajo la lluvia no era una idea acogedora, lo otro era encontrar una casa abandonada a la que pudiéramos entrar y quedar protegidos bajo su techo. Y sí, las chicas exploradoras encontraron una muy bien conservada. Una grande casa de dos pisos que nos sirvió de guarida esa noche, no supimos hasta después de habernos instalado que alguna vez el lugar había servido de escuela, por lo menos así pregonaba una inscripción en la fachada: Escuela Normal Rural. Anocheció y no había mucho que hacer allí, las condiciones tampoco eran favorables. La niebla había invadido las calles y el pueblo parecía sacado de una película de terror, no en vano le dicen el pueblo fantasma. Así y todo algunos decidimos ir a dar una vuelta. El campanario de la iglesia, al que accedimos por una angosta escalera, casi echa para enanos, nos sirvió de refugio por un momento y luego de inmortalizar el momento con sendas fotografías y filmaciones regresamos a la casa-hotel. La noche sería larga, entre preparar la cena y la camaradería terminamos cada uno en su bolsa de dormir cual larvas en sus capullos. El sábado se terminaba, al día siguiente muy temprano esperábamos tener mejores condiciones climáticas para alcanzar la cima de la montaña.




Las gotas gruesas de la lluvia caían sobre el techo de dos aguas, el sonido que producía era uniforme y no cesaba. Todavía no amanecía, miro el reloj, van a ser las cinco de la mañana. Algunos empiezan a despertarse. Uno pregunta si vamos a salir. Esperaremos a que pare la lluvia, le respondo y vuelvo a intentar seguir durmiendo pero es imposible. En un momento empieza a bajar la intensidad de la precipitación, es buena señal. Para las seis de la mañana ya había cesado por completo. Salimos de nuestros refugios y nos preparamos, teníamos que aprovechar el tiempo. El cielo empezaba a despejarse, parecía que un buen clima nos acompañaría. La vista de la quebrada era impresionante, un banco de nubes la cubría casi en su totalidad. El olor a humedad se entremezclaba con el aroma de algunas hierbas, la mañana estaba hermosa. Así empezamos el ascenso sólo con lo necesario. El camino se presentaba barroso y muy resbaladizo, sin duda la lluvia había hecho su trabajo. Caminamos con cuidado, siempre con una hermosa vista de lo alrededores. Eso era estar desconectado de la ciudad. El sonido del agua en su trascurso por la quebrada, el canto de las aves, la niebla y la humedad, sentir y vivir la montaña. El tiempo empezaba a mejorar, el sol quería aparecer por momentos pero de un momento a otro la niebla empezó a subir. Ya habíamos pasado el puente de madera, nos desplazábamos por la ladera opuesta y empezábamos a ganar altura. El grupo se había dispersado pero todos íbamos con un solo objetivo, arribar a Rupac.







Y llegamos, después de disfrutar casi dos horas y media de caminata en subida. Ya en ese momento empezaba a caer una leve llovizna que nos obligó a ponernos los ponchos impermeables. Para las diez de la mañana estábamos todos reunidos ya en la cima, el frío empezaba a arreciar y ahí no más debimos emprender el retorno. Los que arribamos primero tuvimos tiempo suficiente para dar una vuelta por las magníficas construcciones. Sin duda la niebla y la lluvia le daban otro feeling al recorrido. Descubrir tal riqueza arqueológica que a pesar del tiempo y de las condiciones meteorológicas han logrado mantenerse en pie.




Las construcciones de los Atavillos dejan evidencia de una cultura milenaria muy rica. Ellos edificaban sus casas y centros ceremoniales en base a sus creencias. Veneraban al sol (huillca) y a la luna (pasac). El culto a los muertos también formó parte de sus rituales religiosos, prueba de ello es que cada Cullpi tiene su propia Chullpa (tumba). Como parte del ritual se sacaba a procesión el fardo funerario (mallqui) y si era un antepasado principal se le ofrecía sacrificios, luego lo devolvían a su tumba. Esta civilización que ocupo gran parte del valle del río Chancay fue conquistada por los Incas alrededor del año 1400. Luego vendría la conquista española y el ocaso de un imperio. Pero las edificaciones de piedra aún siguen allí, casi intactas. Muchas de las Chullpas aún conservan los restos humanos, lo que alguna vez fueron fardos funerarios ahora son huesos expuestos casi a la intemperie. A pesar de todo, Rupac se ha mantenido en pie y guarda mucha información de un pasado que no se debe olvidar.


El retorno fue otra travesía. De todo el grupo sólo cuatro nos arriesgamos a ir casi patinando y resbalándonos hasta el otro asentamiento del cual se aprecia todo el valle. Allí se pueden apreciar más construcciones sorprendentes al filo del desfiladero. Una imagen impresionante de las Cullpis entre la niebla, había valido la pena. Las condiciones del clima amenazaban con ponerse más feas, así que emprendimos el retorno y empezamos a descender por un camino hecho un lodazal. No fue fácil, el piso se presentaba muy resbaloso y seguía cayendo una lluvia leve pero continua. Algunos estábamos ya empapados y resistiendo la humedad hasta llegar al refugio en Pampas. Sorteamos de todo en el camino y al final teníamos la satisfacción de haber hecho un recorrido distinto a lo planeado pero igualmente maravilloso. Sí, el clima nos jugó una mala pasada pero estuvo bien. Ya con todo el grupo reunido recogimos las carpas, nuestras cosas y nuestra basura. La mejor noticia que tuvimos allí fue que el pequeño bus había logrado subir hasta Pampas, así que no teníamos que caminar más. Dejamos atrás aquella casona acogedora mientras la lluvia volvía a caer. Así nos despidió Rupac, con agua. ¿Qué no era la Ciudad de Fuego? Pregunto alguien por allí irónicamente. Si pues, pero no te debes fiar y uno en la montaña debe estar preparado para afrontar todo. Además no hay nada más rico que caminar bajo la lluvia y que las gotas de agua te golpeen el rostro. Rico y maravilloso, así fue esta nueva aventura por la ruta de los Atavillos.



Siempre es grato volver a subir esa montaña en la sierra huaralina y descubrir en la cima un asentamiento muy bien conservado. Duele y jode (sí, jode, llega a los cojones) encontrar restos de basura (botellas plásticas, latas de conserva, etc.) en un lugar tan hermoso. Y es que no hemos aprendido a ser responsables con algo que es nuestro. Me incluyo porque formo parte de esta jodida ‘civilización’ que no ve más allá de su ego personal. ¿Qué les cuesta llevarse su basura? ¿No pueden cargar una lata vacía o una botella? Preguntas que parecen retóricas porque muchas veces no encuentro respuesta para ellas. Si alguna vez mi pluma sirve para cambiar esto, daría todo lo que tengo para que así sea. Ojalá alguna vez aprendamos a dejar sólo nuestras pisadas como único rastro de nuestro paso por la montaña. Ojalá y así sea por el bien de la naturaleza, por el bien de nosotros.


¿Quieres ir a Rupac? Aquí te dejo algunos datos que te pueden servir.

¿Cómo llegar?

®   Lima – Huaral: Comprende un recorrido de 65 kilómetros por vía asfaltada empleando algo menos de una hora en auto y dos horas en bus.
®   Huaral – La Florida: Comprende un recorrido de aproximadamente 60 kilómetros el recorrido se hace por un camino carrozable afirmado. En Huaral encuentras 'combis' y mini-van que pueden llevarte hasta La Florida y luego hasta Pampas. Es recomendable hacerlo en grupo. Una mini-van lleva hasta 10 personas. Esta etapa del viaje dura entre 2 y 3 horas y llega en un primer momento al puente Mataca, desde donde toma un camino carrozable a la derecha.
®      La Florida – Pampas: Comprende una trocha carrozable desde La Florida que se halla a 2450 msnm, hacia la comunidad de Pampas situada a 3078 msnm, este camino también se puede hacer a pie por un camino de herradura.
®  Pampas – Rupac: Desde Pampas tendrás que caminar por un camino de herradura. Rupac está situada a 3475 msnm, la distancia entre Pampas y Rupac es de 8 kilómetros y el desnivel es de 697 metros aproximadamente. Este recorrido te lleva unas 3 a 4 horas.

¿Cuánto cuesta?

®      El boleto de bus Lima-Huaral-Lima: 16 soles.
®      Movilidad Huaral-Pampas-Huaral: Entre 40 a 60 soles.
®   En La Florida deberás pagar la suma simbólica de 5 soles por la entrada a la zona arqueológica.

¿Cuál es la mejor temporada para ir?

®   En general se puede ir a Rupac en cualquier momento del año. Si vas en temporada de lluvias que va desde diciembre hasta abril, tienes que ir preparado. En estos meses los caminos están en mal estado. Hay mucha vegetación y el suelo es muy resbaloso. Se puede ir pero con cuidado.
®    El resto del año el clima es más agradable, durante el día está soleado pero en las noches baja la temperatura y corren vientos fuertes. En estos meses es más recomendable ir a Rupac. Además tienes el plus de poder ver un hermoso atardecer desde la cima de la montaña.

LO ÚLTIMO:
Otra alternativa para llegar a Rupac es viajar de Lima hacia Huaral y de Huaral hacia Huayopampa, pueblo desde donde también se puede ascender a Rupac.
El trayecto Lima-Huayopampa se hace en vehículo. Desde Huayopampa (1878 msnm) a Rupac el recorrido se hace a pie o en acémila, siendo la distancia la misma que de La Florida a Rupac con la diferencia que hay que vencer un desnivel de 1600 metros aproximadamente.

Laguna Paticocha

Domingo, Cinco de la mañana. Despierto sobresaltado por el sueño del que acabo de salir. En él conversaba con dos viejos amigos de los que no sé nada ahora. Conversábamos de lo que había sido de nosotros, de los rumbos que habíamos tomado y de pronto yo me encontraba en un lugar que conocía (pero no lo recuerdo) tomando un café y escribiendo en mi cuaderno de notas. ¿Qué ha sido de ti Jim?, preguntaba uno de ellos. ¿En qué te has convertido? El gran Jim, eh… la joya Jim, me decía el otro riendo. En un momento yo intervenía, ellos se sentaban a la mesa y hablaban de lo que había sido de ellos. Quise responder a sus interrogantes, quise contarles la historia de una vida, de una serie de eventos desafortunados y afortunados, pero de pronto ellos desaparecen, se esfuman como ánimas y me veo de nuevo solo allí escribiendo. Tomo el último sorbo de café, de pronto me fijo en lo que había escrito en el cuaderno y decía en letras muy grandes: ¿En qué te has convertido Jim?... En ese momento despierto y caigo en la cuenta que estoy en una habitación que no conozco. Me preocupo, observo el lugar, suena una alarma, es el despertador. Sí, son las cinco de la mañana Jim, estás en un hospedaje en San Mateo y es hora de alistarse para salir a caminar. ¿No recuerdas? Joder, hombre, sí que estás jodido de la cabeza. Lagunas Paticocha y Rondan, un trekk de 20 kilómetros, nivel exigente. Nada mal para empezar el año y una buena ocasión para encontrarse con grandes amigos. ¿Ya recuerdas? ¿Sí? Bien, ahora ponte a escribir antes que lo olvides de nuevo.

Aquí la crónica de uno de los eventos de una larga serie de aventuras de este trovador.

Llegamos a Chicla, un poblado a 3700 metros de altura, el clima no era acogedor, pero para qué queríamos sol si de eso ya teníamos mucho en Lima. Así que empezamos a caminar, ascendiendo por el camino que nos conduciría hacia el primer paso a 4500 metros. El primer tramo es la ruta clásica para llegar a la laguna Nevería (por si alguno la conoce y se puede orientar) y yo ya había hecho ese trayecto hacía meses. El caso es que en aquella ocasión (fines de septiembre) el tiempo era distinto. Ahora nos tocaba afrontar el camino en medio de una niebla que cada vez se hacía más densa. El olor a humedad y la sensación de calor empezaba a hacerse más evidente a medida que íbamos avanzando cuesta arriba. Primero por un camino bien marcado por donde habitualmente transitan personas del lugar llevando su ganado hacia las partes altas. Eran los primeros pasos de una caminata que prometía ser magnífica y que en cierta manera lo fue, tanto para el grupo que salió adelante como para los que llegaron un poco retrasados viviendo en casi todo el camino emociones fuertes.

El grupo en Chicla (3700 msnm)




El camino no era fácil, uno que se inicia en estas lides con la montaña difícilmente podría afrontar una experiencia fuerte, porque allí arriba con las condiciones climáticas tan variopintas que nos ofrecen los Andes, no tienes más que una opción: seguir avanzando. Y así seguimos subiendo, siempre por el camino marcado, un sendero que a medida que ganábamos altura se iba haciendo más angosto e iba desapareciendo o perdiéndose por la vegetación que en esta época del año empieza a aparecer. El tramo hasta el abra Pisha es una subida de casi 900 metros de desnivel y en condiciones climatológicas ideales no presenta mayores problemas. Esta vez la niebla, que para ese momento ya cubría gran parte de la quebrada y dominaba las partes altas, nos jugó una mala pasada. Tomamos el camino más complicado para llegar al abra, el despeñadero de rocas, que con la humedad se convirtió muy peligroso. Hubo resbalones y golpes que más adelante ya con la carga de la larga caminata nos pasarían factura. Lo agradable fue ver a un grupo de vizcachas (para los no entendidos es un mamífero roedor muy parecido a la ardilla por la larga cola y al conejo por las orejas y el tamaño) jóvenes y adultas que corrían raudas por entre las rocas, algunas de ellas se detenían a observarnos y luego de un salto desaparecían. Pasamos las rocas y adelante todavía teníamos cascajo y tierra rojiza muy húmeda por donde nos fuimos abriendo camino hasta llegar a un sendero un tanto marcado que nos llevaría hasta el primer paso que debíamos pasar: el abra Pisha.




Vizcacha

En este primer paso nos tomamos un respiro. Del otro lado podíamos contemplar la quebrada marcada por un riachuelo y un refugio de pastores al pie de éste. Eran casi las nueve de la mañana y debíamos seguir adelante. Aún debíamos alcanzar el punto más alto de la ruta, un paso de montaña a 5050 metros de altura y hacía allí nos dirigimos. Cruzamos la quebrada en este tramo y emprendimos la subida de nuevo. El camino otra vez parecía haber desaparecido, solo había vegetación, el terreno casi en su totalidad estaba cubierto con pastos e ichu (follaje que sirve de alimento para las bestias) y había mucha humedad. Un tramo de subida y llegamos a una pampa inmensa que debíamos atravesar. En ese momento el sol parecía ganar la batalla contra la niebla, el cielo empezaba a despejarse y algunos rayos (solares) lograron penetrar hasta la superficie. Sin embargo la montaña nos tenía atrapados y de repente la niebla empezó a subir intempestivamente junto a nosotros. Seguimos avanzando y subiendo después de dejar atrás el llano. Llegamos hasta un punto donde había dos pequeñas lagunas una al lado de la otra y al frente de ellas una cadena de montañas rocosas. Vacunos pastando y patos andinos nadando, maravilloso paraje. Adelante todavía debíamos afrontar un camino pedregoso y otro con mucha agua hasta llegar a unas inmensas rocas desde donde se apreciaba la quebrada y todo el camino recorrido. En ese momento ya el grupo estaba partido y podíamos desde allí ver a los valientes que venían detrás. Un respiro y de ahí en adelante atacaríamos el punto más alto del recorrido, el último Rush. Nos abrimos paso entre cascajo, tierra rojiza suelta por la humedad y finalmente limo ocre más compacto allí en el paso, el abra a 5050 msnm, al que llegamos uno detrás de otro y del que teníamos una vista increíble de ambos lados, microcuencas divididas por una cadena montañosa. Desde allí pudimos ver la laguna Paticocha y la carretera que la bordeaba, la que debíamos tomar para afrontar el último tramo de la ruta.




Patos Andinos

Después de descansar por casi una hora allí en la divisoria, emprendimos el descenso. Debíamos bajar la ladera por donde no había un camino marcado. Así fuimos descendiendo y pasando por diferentes tipos de terreno; entre tierra rojiza mojada, cascajo, rocas y finalmente –ya en el llano antes de llegar a la laguna– bofedales. Ante nuestros ojos se encontraba la laguna Paticocha (4800 msnm aproximadamente) y por un momento pudimos descansar en sus orillas rocosas. Unas cuantas instantáneas para el recuerdo y a seguir el camino. A partir de ese punto debíamos avanzar por una carretera, la que nos conduciría hasta el punto de salida, la Carretera Central.


Abra Paticocha (5050 msnm)


Habíamos caminado un poco más de diez kilómetros hasta allí y todavía nos quedaba medio tramo o un poco más por recorrer. La niebla cada vez era más densa y el clima amenazaba con ponerse más feo aún. Todo lo que tenemos que hacer es seguir la carretera, dijo alguno y no nos perderemos. Ya en ese momento no podíamos arriesgarnos a tomar atajos y caminamos y caminamos por la carretera que se hacía inacabable. Unos revisaban sus cartas geográficas tratando de ubicarse, otros se ayudaban con el Google Maps y todos concluíamos que aunque nos faltara un largo trecho no debíamos desviarnos de la carretera. Así fue que seguimos y cada kilómetro se hacía interminable. Las piernas empezaban a flaquear. El frío arreciaba, la niebla nos abrazaba y el camino se hacía prácticamente invisible. Cada vez era más complicado seguir avanzando pero no podíamos parar. Ya para ese momento se había perdido la comunicación por radio con el grupo que venía retrasado, hacía rato que no teníamos noticias de ellos y era preocupante.



Se acercaba la noche y la caminata exigente del fin de semana se estaba convirtiendo en una de esas aventuras épicas. De tanto en tanto nos deteníamos a descansar, rehidratarnos y alimentarnos con lo poco que nos quedaba. En un momento la niebla empezó a condensar y a convertirse en una leve llovizna, que con el viento que soplaba contra nosotros era una especie de ventarrón. Debemos llegar a la Mina, dijo uno de los que aparentemente conocía el camino. De allí en adelante estaremos muy cerca de la carretera, concluyó y no habló más. Todos los que integrábamos el grupo estábamos exhaustos, caminábamos por inercia porque sabíamos que era la única opción. Al fin pudimos alcanzar la Mina, en realidad era una quebrada que habían convertido en un relavera (lugar donde se almacenan los desechos de una mina). La visión era totalmente nula, no se podía distinguir casi nada a sólo metros, pero ya estábamos afrontando los últimos kilómetros del recorrido con lo último de fuerzas que nos quedaba. Unos golpeados, otros cansados, algunos con dolores de cabeza y resfriados, pero todos llegando jodidamente satisfechos al ver por fin la Carretera Central. Ya la noche enseñoreaba y algunos amigos todavía se encontraban en alguna parte del camino, no sabíamos cuánto demorarían en llegar o si estaban bien, era un dilema. El camino para nosotros  había terminado allí, en el paradero ‘Rosaura’, la entrada de la Mina (aparentemente del mismo nombre); estábamos en cierta manera contentos de estar allí, había terminado una travesía más. En total hicimos más de 20 kilómetros y casi 12 horas caminando. Una caminata de altura, de esas que son imprevisibles, que te dejan momentos inolvidables, momentos que seguramente se seguirán dando de tanto en tanto.
 

Todos allí, los que vamos a caminar por la montaña, buscamos escaparnos de la agobiante ciudad y sabemos que allí arriba podemos experimentar grandes vivencias, vivencias que muchas veces suelen rozar con el masoquismo. Sí, porque sabemos que vamos a acabar exhaustos, que muchas veces llegamos casi sin aliento, con las piernas destrozadas, jodidos en gran manera. Al final no sabemos ya lo que sentimos, si dolor o sed o hambre o frío o desamparo, pero allí al final del camino todos tenemos una jodida satisfacción de haber terminado una aventura más. Eso es lo que nos impulsa a regresar y ya estar planeando otra caminata, otro ascenso, otra aventura extrema. Parece mentira pero fue ayer, nada más, que estaba sentado en una roca al lado de la carretera, afiebrado y con un arranque de escalofríos, esperando a que nos recogieran. Ya en el bus veníamos bromeando y riéndonos de todo lo sucedido en la travesía. Quizá el citadino nunca lo entienda, hasta puede pensar que estamos jodidos de la cabeza y sí, quizá lo estamos un poco (sino completamente) pero al menos allí arriba vivimos experiencias que quedan y se recuerdan como grandes aventuras casi épicas. Y esta fue una más y vendrán muchas otras, eso es más que seguro.

Lima, 10 de febrero de 2014.


Laguna Paticocha (4800 msnm)

Rupac: Una aventura mochilera (I)

Rupac —les dije—, me voy a caminar este fin de semana; subimos el sábado, acampamos y regresamos el domingo. Nadie dijo nada, ninguno podía, esa vez como muchas otras iría solo a buscar un poco de tranquilidad.


Había querido ir en incontables ocasiones a Rupac, sabía que en la sierra huaralina se encontraban unas muy bien conservadas construcciones a base de piedra, así que aquella vez no me quedaría con las ganas. La semana no había comenzado bien, no salía a entrenar desde la última carrera (Lima 42K). El martes por la noche casi no dormí y amanecí con una fiebre que me acompañó todo el miércoles. El jueves ya convaleciente aunque todavía con escalofríos decidí inscribirme en la lista de mochileros que harían esta ruta hacia la ciudad de fuego. El viernes fui a por algunas cosas que me faltaban y de nuevo en la madrugada una leve fiebre quiso arruinar los planes trekkeros del fin de semana, aun así el sábado me levanté muy temprano, me alisté, cogí la mochila ya preparada la noche anterior y salí a darle con todo así me temblaran las piernas y me rechinaran los dientes.

Llegué al terminal de buses en Acho a la hora pactada y sólo encontré algunos muchachos. No conocía a nadie pero no importaba, de alguna u otra manera en el camino haría un poco de compañerismo, en ese momento todo lo que me interesaba era estar bien para cuando empezáramos la caminata. Los mochileros iban llegando de a pocos, en parejas, otros solos y otros más en grupos. Cada vez llegaban más, el grupo se hacía grande y el conglomerado de mochilas en el pequeño pasillo del terminal se hacía notar. Unos conversaban amenamente, la comidilla de aquella mañana era el partido de fútbol de la selección. ¿Viste el partido? Se preguntaban entre sí. Claro que lo vi, estaba con los nervios al tope hasta que terminó por fin; contestaba uno. Bravazo, toda la gente gritó cuando Pizarro metió el gol; respondía otro. Todos felices por qué la selección de fútbol había triunfado y yo de un lado observándolo todo, ajeno a toda aquella situación. En un momento comencé a impacientarme por la demora en la partida y ahí no más nos avisaron que en el próximo bus partiríamos por fin hacia Huaral.

El viaje duró poco más de dos horas y nos tocaba tomar otro pequeño bus que nos llevaría hasta San Salvador de Pampas. Salimos con las mochilas puestas, caminando por las calles de aquella ciudad que no recordaba. Había estado en Huaral pero había tardado demasiado tiempo en volver y me parecía diferente. En el trayecto algunos aprovechamos en coger algo de provisiones, fruta y agua, lo básico para las más de tres horas de viaje que nos esperaban para llegar a la base desde donde iniciaríamos a caminar como se debía. Llegamos al lugar donde nos esperaban dos combis e inmediatamente ocupamos los asientos, ansiosos como estábamos por estar ya en Rupac.

Llamarada Roja es el significado de Rupac –unos de los asentamientos de los Atavillos– y hace referencia al color del estucado que revestían las paredes de las construcciones. Con el paso del tiempo –más de 900 años– estos revestimientos se fueron perdiendo hasta quedar en la actualidad la piedra expuesta en casi todas las edificaciones. Eso era lo que quería comprobar, ver la magnificencia de aquellas construcciones. ¿Acaso era cierto que era todo de piedra? ¿Acaso era cierto eso del ‘Machu Picchu’ limeño, por la calidad de edificaciones que denotaba? Para encontrar respuestas a estas y otras preguntas había llegado hasta allí, y estaba a punto de empezar una nueva aventura.


Seguíamos avanzando y ya nos vimos saliendo del trazado de la ciudad, la autopista se abría paso entre chacras y grandes extensiones de sembríos frutales. De un lado maíz, del otro mandarinas. Más adelante árboles de durazno, de manzana, de palta, de lima, de naranja, y uno que otro pedazo de tierra con sembríos de ajíes y camotes. El valle del río Chancay en todo su esplendor hacía rememorar que alguna vez el valle del Rímac –hoy prácticamente extinto en su parte baja– lucía así. Un kilómetro más de avance y el valle iba desapareciendo para dar paso a una reducida franja de verdor, típico de las cuencas de los ríos que desembocan en el pacífico. Casi dos horas nos tomó llegar al desvío, un arco anunciaba y daba la bienvenida a los visitantes, justo ahí empezaba la trocha y la subida que parecía inacabable.

Atrás habían quedado los frutales y el verdor, el entorno era un homenaje al viejo oeste, tierra de nadie, un desierto agreste donde las lagartijas se alimentan de polvo. Cactus por aquí y por allá, la subida serpenteante daba paso ahora a una extensa meseta cada vez más seca y polvorienta. A esa hora ya el sol quemaba al máximo y dentro de ese pequeño transporte –traído en los años 90’– parecía que nos moriríamos asfixiados. Algunos estaban completamente desmayados, los que iban a lado de las ventanas iban respirando polvo y otros –como yo– luchaban por no perder el conocimiento. Y el trayecto se hizo infinito, al fondo se veía un serpenteante camino en uno de los cerros, que era precisamente por donde teníamos que pasar. Así nos encontrábamos subiendo otra vez y el calor no cesaba, hasta que al fin se pudo divisar a lo lejos algunas casas. Pero todavía faltaba, un pequeño tramo nos separaba de la primera parada y la gente comenzaba a resucitar. ¿Ya llegamos? Preguntaban algunas chicas. Ya casi, respondía mientras me acomodaba en una posición ideal para desadormecer las piernas.

Llegamos a La Florida casi a las dos de la tarde y ahí nos detuvimos. Bajamos a estirar las piernas y muchos aprovecharon a vaciar la vejiga. El pueblo lucía desierto, no había personas transitando por el lugar y las tiendas –las pocas que existían– estaban cerradas. Algunos aprovechaban y buscaban algo que comer. Una chica, a la que había visto en el terminal de buses muy extrovertida, subía al techo de una de las combis –donde yacían las mochilas empolvadas– y rebuscaba entre sus pertenencias. Otros sólo se sentaron a la sombra a descansar y conversar un poco. Los guías se encargaban de que todos los mochileros se apuntaran en una lista y abonaran la suma simbólica de cinco soles, que era la tarifa para ingresar y hacer la ruta.

Así en medio de tanto barullo apareció una señora anciana. Yo estaba sentado frente a la pequeña plaza donde nos habíamos estacionado y la vi llegar a paso lento apoyándose con un bastón. ¿De dónde vienen ustedes? ¿Son de Lima o son gringos? –preguntó. Venimos de Lima, respondí, vamos a subir a Rupac. ¿Así? Rupac, todos vienen aquí y se van a las ruinas –dijo y se sentó a mi lado. Mire allá al frente, me dijo, donde está esa peña allí tienen que llegar. Miré a donde había señalado, en lo más alto de la colina se veía una saliente y se lograba divisar algunos puntos que supuse sería la Ciudad de Fuego. La agradable señora se quedó conversando con otros muchachos mientras yo iba a apuntarme en la lista. Al regreso supe que llevaba 90 años encima y le aquejaba un fuerte dolor en la espalda. He venido a la posta y está cerrado, se quejaba, me ha dicho la enfermera que no hay doctor hasta el lunes y a mí me duele la espalda, me he caído la semana pasada ya y me duele. Ayayay… me duele mucho pero estos doctores no me quieren atender, decía y todos los que estábamos allí con ella nos quedamos atónitos. Aun así ella se sobreponía al dolor y nos contaba algunas anécdotas. ¿Primera vez que vienen por aquí? No han visto las flores, esto se pone verde y salen unas lindas flores amarillas y rojas, decía. Tómame foto, le increpó de repente a una de las chicas que sacaba su cámara para inmortalizar el momento. El otro día vinieron unas gringas y me tomaron una foto, te vamos a traer tu foto me dijeron y se fueron, después regresaron y me dieron una foto grande así –y con sus manos indicaba el tamaño–, las gringas me dicen que cante, yo sé cantar la canción de los indios. Y empezó a cantar. Yo soy serrana y vivo en la sierra con mis hermanos. Yo soy serrana hija del sol... y proseguía cantando en quechua. Algunos se tomaron fotos con ella y luego nos despedimos. Que se cuide le dijimos y volvimos a tomar nuestro sitio en las combis. Ella se quedó sentada donde la dejamos y partimos hacia San Salvador de Pampas, cada vez más cerca de Rupac.

Nos tomó casi una hora llegar hasta el último pueblo por una trocha pedregosa y más polvorienta aún. San Salvador de Pampas nos dio la bienvenida con un silencio sepulcral, con sus casas de adobe fantasmagóricas y sus calles invadidas por los pastos y rastrojos. De allí en adelante no existía carretera, sólo un camino de herradura que era el que íbamos a seguir para llegar a lo más alto de los alcores donde yacían las monumentales construcciones de piedra de los Atavillos.


Atavillos, así se hicieron llamar o así se les conocía. Se desarrollaron entre los años 900 y 1400, siendo parte de la expansión del imperio Wari – Tiahuanaco. Se asentaron en las colinas, en lo más alto de la cuenca del Chancay por encima de los 3500 metros sobre el nivel del mar; un poco por evitar las enfermedades típicas del valle como la verruga y la rubeola, otro porque desde lo más alto tenían el control del valle, de sus sembríos y podían prevenir una posible invasión de aquella civilización que según información recabada por sus mensajeros venía arrasando y conquistando el territorio Wari. Y fue de la mano de su gobernante más audaz que aquella civilización nacida al pie del Huanacaure comenzara a formar otro imperio que dejaría huella. Fue ante el poderoso Pachacutec que los Atavillos cayeron rendidos. Corría el 1400 y a partir de aquel desenlace pasarían a formar parte del imperio incaico, pero sus construcciones fueron un precedente de los que sería después la gran obra del Inca conquistador.

Nos dieron las últimas instrucciones y ya todos estábamos listos para iniciar el ascenso. Mochilas puestas previo embadurnamiento con protector solar, gorras y lentes con protección UV (sólo algunos o la mayoría, otros como yo no llevaban lentes), agua y cámaras fotográficas a la mano. Teníamos tres horas para llegar y armar las carpas así que partimos en fila india por aquel camino estrecho y resbaloso. El sol ardía en su máximo esplendor a esa hora, haciendo más dura la caminata. Algunos que partieron adelante iban rezagándose, otros íbamos a paso firme avanzando y sobrepasando a los rezagados que parados con la lengua hasta el piso fingían tomarse fotos. Yo caminaba a un paso regular, aún me temblaban las piernas y me chirriaban los dientes. Por un momento pensé que con toda la mochila –que pesaba casi veinte kilos– no llegaría y haría el ridículo. Pero no, tenía que seguir así tuviera que llegar arrastrándome, pensaba y seguía caminando evitando conversar con otros mochileros a los que sobrepasaba. Miraba hacia la cima y aquellos puntitos que nos señalara la muy jocosa anciana cada vez parecían más cercanos. Seguía caminando por aquel sendero que se hacía más empinado y las paradas para tomarse un respiro se hacían más frecuentes. Me encontré en una de esas lides con una chica con la que había venido conversando. También es mi primera vez en Rupac, me había dicho, no sé cómo es el camino pero creo que si la hago, concluyó. Bueno, tampoco se trata de llegar rápido, hay que disfrutar del momento y de la naturaleza aunque sea a paso lento –le dije y no volvimos a hablar más hasta que la encontré toda colorada por el esfuerzo. ¿Cómo vas? –le pregunté cuando la sobrepasé, ella sólo movió la cabeza y me señaló con sus manos todo el rededor; entendí lo que me quiso decir y seguí adelante. Llegamos a una barrera donde el camino se hacía un charco, del otro lado sendas reses pastaban algunas y bebían lo que podían del lodazal otras. Tuvimos que trepar con las mochilas en la espalda y luego seguir por el sendero. El entorno era agradable, los pastizales amarillentos le daban una vista seca al paisaje; el camino casi árido en su totalidad no hacía más que ofrecernos polvo que combinado con el típico olor del excremento de los vacunos se impregnaban en nuestras pieles. Cruzamos un puente de madera, justo en el intercambio de ladera. Dejamos atrás una pequeña cascada que invitaba a darse un chapuzón, pero no había tiempo para eso aún, lo más importante era llegar a la meta y la meta era la ciudad de fuego.


Ya en el otro lado la sombra de la inmensa montaña caía sobre el camino y este a su vez se hacía más empinado pero nos tocaba afrontar la cuesta con un poco de frescura. En una de las tantas curvas me encontré con la muchacha que había visto sobre la combi hurgando en las mochilas. Ella venía hablando a diestra y siniestra, llevaba puesto un polo térmico y unos vaqueros, además de unos lentes para el sol. ¡Joder! Que ya no doy más, decía justo cuando yo la sobrepasaba. Se sentó sobre una piedra que yacía a un costado del camino y no paraba de hablar. Me paré unos metros más arriba junto a otros muchachos y aproveché a darle un sorbo a la bebida rehidratante que llevaba. Ay, que pesado está el camino, eh... –siguió hablando con un acento particular que la hacía encantadora. ¿No habrá algún caballero que pueda llevar mi mochila? –preguntó de repente. Si pudiera te ayudaría bonita, pensé y casi le ofrezco mi ayuda, pero llevaba casi veinte kilos sobre la espalda que no pude siquiera volverlo a pensar. Aquí todos somos iguales –increpó de repente otro de los que estaba descansando por ahí–, todos estamos en las mismas condiciones, terminó y rió maliciosamente. La bella muchacha extranjera que limpiaba sus gafas lo miró con lástima y le respondió algo que no logré escuchar porque ya había emprendido de nuevo la caminata.



Los pasos se hacían lentos, la espalda parecía no resistir y las piernas tiesas luchaban por seguir adelante. El corazón parecía que quería saltar del pecho y la respiración no ayudaba, aun así seguía avanzando. Por lo menos no estamos muy atrás, les decía a otros muchachos que avanzaban conmigo. Vamos en la delantera, dijo uno, no estamos nada mal. ¿Así? –pregunté asombrado– Pensé que estábamos en el pelotón del medio, concluí y seguí echándole ganas. Llegamos hasta una bifurcación donde nos encontramos con más vacunos que parados en medio del sendero miraban amenazantes. Tomen la ruta de arriba, dijo el guía, siempre hacia arriba, y por ahí seguimos. Ya no falta mucho, decía, serán unos quince minutos, está es la última subida fuerte, agregó y se quedó descansando con los otros muchachos mientras yo me separaba de ellos y seguía avanzando. Rupac se veía cada vez más cerca, me detuve un momento a tomar algunas fotos y descansar antes de emprender un tramo del camino que se hacía pedregoso y muy empinado que casi parecía estar subiendo por unas escaleras. Luego vendría una curva, la última para luego adentrarnos ya en medio de más verdor por un camino más pausado y llano.


Un letrero de aquellos que anuncian sitios de interés, nos pregonaba que ya estábamos llegando, allí encontraría a dos muchachos, los primeros en llegar. Era uno que se hacía llamar el trekkero más bravo de todos o al menos eso quería demostrar, la otra una muchacha con una camiseta de la ‘blanquiroja’ escuchando música rock. ¿Hace cuánto que llegaron? –les pregunté. Hace rato que estamos aquí, respondió la rockera, no sabíamos por dónde seguir así que estamos esperando al jefe, concluyó. Tenía razón, en ese punto había otra bifurcación, uno de los caminos llevaba a algunas de las construcciones que yacían en un desfiladero y que eran las que se veían como un pequeño punto desde la plaza de La Florida. El otro sendero que seguía subiendo llevaba hacia otro conjunto de construcciones, un complejo más grande y que evidentemente era el asentamiento principal. Ya en ese último tramo caminábamos sobre la cima de la montaña y el sol nos acompañaba de nuevo, pero ya caía la tarde y los rayos débiles del venerado Huillca luchaban contra el aire helado que se empezaba a sentir en el lugar. Ya estábamos en Rupac, al menos fuimos los primeros en llegar y estábamos encantados de haberlo hecho en un buen tiempo.


Estábamos allí justo a tiempo para armar las carpas y ver el magnífico atardecer. Los primeros en llegar tuvimos tiempo para escoger el mejor lugar y armar nuestras guaridas con calma. Mientras tanto los remanentes iban llegando poco a poco, uno a uno y celebrando que ya estaban en la cima. Terminaba de armar mi carpa cuando vi llegar a la muchacha de vaqueros, la que no paraba de hablar. La vi desorientada tratando de entender las instrucciones del armado de su carpa y acudí a brindarle una ayuda. Armamos juntos su pequeña carpa, me dijo que se la habían regalado y supe que era su primera vez que pasaría la noche en una tienda de campaña bajo un cielo maravillosamente estrellado. La aseguramos para que el viento –que a esa hora ya golpeaba fuerte– no se la termine llevando, luego la dejé cuando recordé el atardecer y la increíble puesta de sol que allí se podía disfrutar. Pasé por medio de las construcciones, había rastrojos por todos lados y piedras sobresalientes que no hacían fácil el andar. Al fin llegué al límite y faltaba poco para que el sol desaparezca, así que no había tiempo que perder. En el lugar sólo estaban unos cuantos que inmortalizaban el momento, sólo algunos tuvimos tiempo para hacerlo, otros se quedarían con las ganas y muchos otros ni se enteraron que podían disfrutar desde allí una hermosa puesta de sol.




Regresamos a la base del campamento y ya casi todos habían arribado y armado sus carpas. Algunos juntaban piedras, otros buscaban palos, pajas y todo lo que pudiera arder para preparar la fogata. Se juntaron dos grupos y hubo una especie de pique, a ver quién lograba el fuego primero. Una pequeña chica, con la que regresé de ver la puesta de sol y que había sido la única que logró la mejor toma allí, me dijo que prendiéramos la fogata; así que buscamos papel y pajas secas y en un instante ya teníamos nuestro inmenso fuego mientras el otro grupo luchaba por encender el suyo. Allí nos contagiamos del calor de la fogata y conversábamos amenamente, algunos trajeron salchichas, marshmallow’s y todo cuanto se pudiera calentar al fuego. Comieron sus guarniciones otros y en un momento ya se despedían y se metían a sus tiendas. Todo esto mientras el otro grupo seguía sin lograr calentarse. Así fue que los remanentes de aquel ruedo llevamos con nosotros el fuego y encendimos la segunda hoguera. Allí pasaríamos un largo rato en una alegra conversa, algunos se presentaban y al fin podía saber sus nombres. Hubo de todo alrededor de aquella pira que poco a poco fue muriendo y con ella se terminaba el día, el primer día de aquella aventura mochilera. Nos despedimos con un Buenas Noches y Buena Suerte, para luego ir cada uno a su guarida, había sido un gran día pero era sólo el preludio de lo que estaba por llegar.